LIBROS Y PIZARRONES

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LA PELEA DEL SAPO Y EL PIOJO


HABÍA UNA VEZ EN EL MONTE DE TAPALQUÉ UN LUGAR CLARO Y OTRO OSCURO DONDE ESTABAN LOS ANIMALES MÁS FEROCES. EN LA PARTE CLARA ESTABA UN PIOJO MUY HARAGÁN, MENTIROSO Y PELEADOR.  UNA MAÑANA DE SOL  SE ENCONTRÓ CON UN SAPO AL LADO DE UNA PLANTA GRANDE Y ANCHA. EL SAPO ERA JUGUETÓN, COMILÓN Y SALTADOR. EL PIOJO LE DIJO AL SAPO
-          AMIGO, YO SÉ DONDE HAY COMIDA PARA LOS DOS.
LE DIJO QUE LO LLEVE AL MONTE PARA QUE ÉL NO CAMINARA PERO SÓLO HABÍA ALIMENTO PARA EL BICHITO. ENTONCES EL SAPO SE ENOJÓ MUCHO. EL PIOJO Y EL SAPO SE PELEARON EN UNA PIEDRA GORDA, RECTANGULAR Y GRIS LLENA DE PUNTAS. LOS AMIGOS DEL PIOJO Y LOS DEL SAPO MIRABAN LA LUCHA.
EL SALTARIN VERDE COMENZÓ A SALTAR, A JUGUETEAR Y A PROPÓSITO APLASTÓ AL PIOJO PORQUE ESTABA FURIOSO.
ASÍ EL SAPO SE VENGÓ DEL PIOJO. LOS AMIGOS DEL PIOJO SE DESQUITARON DEL SAPO CHUPÁNDOLE LA SANGRE. LE DEJARON TODAS LAS MARCAS Y ASI EL SAPO SE LLENÓ DE VERRUGAS Y SE FUE A LA LAGUNA HONDA MUY TRISTE Y AVERGONZADO.
POR ESO ES QUE AHORA TODOS LOS SAPOS SE ESCONDEN EN EL AGUA PARA QUE NO LES VEAN LAS VERRUGAS.
FIN

LOS DOS FELINOS Y EL LORO BURLÓN

HABÍA UNA VEZ UN LEÓN Y UN PUMA QUE ESTABAN CAMINANDO POR LA SELVA Y TENÍAN MUCHA HAMBRE. DE PRONTO ENCONTRARON A UN LORO BUSCANDO FRUTAS.
EL LEÓN Y EL PUMA SE PELEABAN PORQUE LOS DOS SE QUERÍAN COMER AL LORO Y SE ARMÓ UN ESCÁNDALO.
EL LORO DIJO:
- HAGAN UNA COMPETENCIA Y EL QUE ME ENCUENTRA ME COME.
- ¡POR SUPUESTO QUE SI! – DIJERON LOS FELINOS
- SOLAMENTE ERES UN LORO TONTO ¡JA! ¡JA! ¡JA! – LE CONTESTÓ EL LEÓN – PORQUE NO SABRÁS ESCONDERTE Y TE COMERÉ.
EL LORO SE ESCONDIÓ ADENTRO DE UN ÁRBOL HUECO Y LOS DESPISTÓ CON EL OLOR DE LAS FRUTAS, PARA QUE NO LO ENCUENTREN. EL LORO SE QUEDÓ UN TIEMPO EN EL ESCONDITE. EL PUMA Y EL LEÓN LO BUSCARON Y LO BUSCARON MUCHOS DÍAS.
DESPUÉS SE CANSARON Y SE FUERON A OTRA PARTE DE LA SELVA A BUSCAR ANIMALES PARA COMER.
ASÍ FUE QUE EL LORO SOBREVIVIÓ, SALIÓ VOLANDO Y VIVIÓ FELIZ PARA SIEMPRE.
FIN

UN ROBO DE ANIMALES



Un día de invierno muy temprano el dueño del campo San Fermín entre Líbano y Colina descubre que le venían robando hacienda y fue a hacer la denuncia. Después de reiteradas denuncias se encuentra con el vecino y le pregunta si había visto algún sospechoso:
-          Si - le contestó el vecino - vi una camioneta gris que salía de su campo con las luces apagadas y antes de llegar al guardaganado, se bajaron dos personas con una carabina y un reflector. El que quedó en la camioneta daba marcha atrás y frenó en la parte de la hacienda y los dos que se bajaron estaban cortando el alambre para que salga la camioneta y antes de salir del campo llegó la policía y les preguntó:

-          ¿Ustedes son de acá?
-          No - le contestaron las personas.

-          Me van a tener que acompañar a la comisaría para declarar sobre el delito que vienen cometiendo durante todo el invierno en el mismo campo.

El dueño le comunica a la policía que días atrás había estado trabajando en el campo San Fermín un veterinario que tenía una camioneta gris. Lo llaman a declarar y el manifiesta que había estado en una fiesta con su mujer.

También llaman a declarar al empleado del campo que esa noche se había ido a cenar a otro campo vecino. El dueño también le comunica a la Policía que en su campo había estado trabajando un alambrador de apellido Noli. Lo van a ver y lo indagan pero dice que en el momento del robo estaba en el bar con sus amigos. Entonces llama al bar y le dicen que no había ido ese día.

Pasados los días Noli se entrega y quedan prófugos los amigos cómplices.


WILMAR - NAHUEL

EL ROBO DE LA JOYERÍA

Una noche tormentosa a la 01:00 de la mañana hubo un robo en una joyería de Buenos Aires. El dueño era Carlos Sánchez Paz, la calle era 9 de Julio que quedaba cerca de la Comisaría.
Los vecinos vieron subirse al corralón a un hombre encapuchado que quería treparse y entrar por la ventana de atrás del negocio de joyas.
Un vecino llamó a la policía, enseguida fue el detective con el dueño de la joyería para atrapar al delincuente que había logrado escaparse. Encontraron tela enganchada en el picaporte de la ventana trasera y un pasamontañas.
Cuando la empleada fue a trabajar al otro día encontró todo roto, se asustó y llamó al dueño de la joyería. Este le contestó que ya había ido y que no pudieron descubrir al ladrón.
La policía con el detective comenzaron a investigar, a buscar pistas. Indagan a la empleada.
El culpable fue a robar otra vez, lo descubrieron, le sacaron el arma, todo lo que tenía y lo encerraron.
A los 20 días lo soltaron y volvió a cometer otro delito que estaba planeado con anterioridad.
Al fin el detective con la policía encontraron a Núñez, que era su nombre, cometiendo el delito planeado. Lo arrestaron y pudieron comprobar los robos cometidos
NICOLÁS ÁVILA

LA SEÑORA ADINERADA


En una calle de la ciudad de Buenos Aires vivía una señora muy adinerada, ella tenía miedo de que le robaran, por eso buscó un guardaespaldas que la cuidara. La señora tenía un collar de perlas brillantes preciosas, lo tenía guardado en una habitación con alarma en una caja fuerte.


Al sexto día de estar el guardaespaldas pidió si le daba el día libre para estar con sus hijos. Cuando él salió de la casa de la señora se cruzó con su amigo y le dijo que había conseguido trabajo con una señora muy adinerada que tenía joyas muy valiosas.


 El guardaespaldas decidió robarle el collar porque con lo que cobraría pagaría sus deudas y con lo que le sobraba le daría de comer a sus hijos. Pasaron los días y decidió robarle.


Cuando la señora se fue a dormir, él desactivó la alarma. En ese momento se le cayó un guante con el pelo de él; al salir pisó con el zapato, tropezó, se le salió la pulsera y salió corriendo.


Al día siguiente la señora fue a ver su collar y no estaba más. Salió rápidamente salió y le comentó al quiosquero Riganti que era detective y éste empezó a buscar pistas. Había huellas marcadas en la caja fuerte, después encontró la pulsera. Cada día iba buscando pistas diferentes.


La señora con el detective decidieron ir a la casa del guardaespaldas e indagarlo. Descubrieron que estaban los zapatos con las huellas y la señora se dio cuenta que eran las mismas que estaban en la caja fuerte. Entonces le comentó al detective y este decidió llevarlo preso.


MICAELA - MARÍA PAZ

LA VIEJA RENCOROSA


Una noche de mucho frío en un edificio en la ciudad de La Plata había una fiesta donde una vieja rencorosa envenenó a un policía con un whisky. Lo hizo para que no la delate porque ella había cometido el robo de joyas y el policía lo sabía. El hombre se fue para su casa, se sintió mareado, se cayó al piso.

Al otro día cuando vino la mucama lo encontró tirado llamó a la ambulancia pero cuando llegó ya estaba muerto.

Un hermano del policía llamó a un detective, Cataldo era su apellido. Le preguntó al vecino a qué hora se había acostado, el contestó que se había acostado cerca a las diez. Luego el detective fue a la casa de la mucama y le preguntó a que hora se había acostado y ella dijo que cuando terminó de limpiar.

Luego fue a la casa de la vieja María a hacerle preguntas pero María no quiso hablar. Entonces empezaron a revisarle la casa y le encontraron el sobre del veneno e hicieron una prueba donde pudieron verificar que el veneno con que falleció el policía era el mismo que se encontraba en el sobre.

Resultó que la vieja había sido la culpable del delito y fue a la cárcel. Pasaron tres meses y le hicieron juicio a la vieja. Fue culpable de todo el delito.


LAURA – EVELIN – SOFÍA CATALDO

EL ASESINATO DEL PRESIDENTE

Me contaron que un día en Miami llegó un detective a la casa de vacaciones del Presidente de EEUU porque habían matado a este y querían averiguar porque era que un asesino a sueldo pero no sabían quién le pagó ni porqué. Empezaron a investigar a todos los enemigos y compañeros del presidente.
El detective fue a interrogar a su hijo porque esa mañana habían discutido mucho, pero éste le dijo que estaba con su novia en una cena mientras asesinaron a su padre.
Luego fue a investigar al enemigo opositor, pero él estaba de viaje y le mostró los tickets de nafta comprobando que no estaba en la ciudad.
Entonces se dirigió a la casa del vicepresidente que también era sospechoso y encontró un rifle cargado pero le faltaba una bala que era igual a la que había sido usada para cometer el crimen. El vicepresidente quería ocupar su cargo y fugarse con todo el dinero que podía sacar.
El investigador fue a ver a la esposa del presidente que le dijo que su esposo había recibido amenazas telefónicas del vicepresidente y le entregó las grabaciones.
Buscaron varias semanas al vicepresidente y lo encontraron con dos maletines en un aeropuerto; lo arrestaron por planear el asesinato al presidente. Pasaron ocho años y encontraron al asesino a sueldo, lo arrestaron y le dieron Cadena perpetua.
JOEL - NELSON

EL ASESINATO DE LA FARMACÉUTICA


Hace muchos años en la ciudad de Laprida en 1997 mataron a una farmacéutica. Ocurrió a la noche en una farmacia de la calle 9 de Julio que se encontraba sin luz. Estaba la empleada Pose y el personal de limpieza que era Rivero. Pose se puso su abrigo para ir a una obra de Teatro. Rivero se fue a su casa un ratito después, salió por la puerta de atrás y la dejó abierta sin darse cuenta.


En ese momento llegó el viajante Torres que le dio la boleta de lo que había comprado la farmacéutica que era la señora Flores. Fue el último que la vio viva.


Como el empleado dejó abierta la puerta, Sanga, un chico de quince años, entró despacito para que no lo escuchara. Cuando  Flores fue a cerrar la puerta de adelante la empujaron y cayó al suelo. Con tanto forcejeo se le cayó el celular del chico que la estaba atacando. En ese momento Sanga sacó su arma y le disparó matándola de un tiro en el corazón. Luego hizo una carta para simular que la farmacéutica se había suicidado y huyó rápidamente.


Como la farmacéutica no llegaba a su casa el marido fue a la farmacia, la encontró muerta y llamó a la policía y a un detective.


Cuando vino el detective González y su ayudante Chaparro, encontraron huellas y un celular, con eso obtuvieron pruebas. Pero el ayudante y el detective sospechaban de Rivero, porque nadie lo había visto salir por la puerta de atrás.


El detective miró en el celular de Sanga y encontró las gotas de sangre de la farmacéutica. Finalmente, con esas pistas, encontraron al culpable, que era Sanga quien comete el delito para que no delate de un asesinato anterior que ella había visto.


Lo detuvieron lo mandaron a la cárcel de La Madrid porque es más segura. Le dieron cadena perpetua.


EMILIA – DINA - MICAELA

EL SECUESTRO DEL HIJO DE UN FAMOSO


 El 27 de junio del año 2009 un empleado del canal secuestró al hijo de un artista famoso que tenía mucho dinero. Cuando a Manuel Silvestro lo secuestran iban con su compañero directo a la escuela. De un colectivo robado se baja uno encapuchado y desmayan al chico de un golpe. El maestro vio que al subirse al colectivo al secuestrador se le cae un llavero que era del Canal.


El maestro tomó el llavero y se lo llevó al padre del chico. Este, no sabía nada del secuestro de su hijo y se puso muy desesperado. El secuestrador lo llamó para pedirle dinero a cambio de liberar al hijo. El padre llamó a la policía y al detective Juan Fernández que vino con su ayudante José Casamayor y comenzó la investigación.


Ese día el empleado del canal no había ido a trabajar y el padre del chico empezó a sospechar, lo llamó por teléfono al empleado y no contestaba nadie, furioso fue a la casa del empleado, el padre golpeó la puerta y salió una señora:


-          ¿Aquí vive Luis Vélez? - Pregunta el padre.


-          Se mudó ayer para un edificio - contestó la señora.


-          ¿No sabe para qué edificio? – preguntó el famoso.


-          No…, no… no tengo idea.


-          Bueno, gracias. Adiós.


El padre mandó a analizar el llavero. Ahí se dieron cuenta de que el secuestrador era Luis Vélez, el empleado del canal. Entonces averiguaron la nueva dirección de Vélez y fueron al edificio, cuando estaban buscando el piso del secuestrador, se oyeron gritos, forzaron la puerta y lo vieron al chico atado en una silla y llorando.


Atraparon al secuestrador y lo metieron preso sin que pudiera cobrar el secuestro y el canal estuvo cerrado durante un mes.


El chico decidió no ir más a la escuela porque tenía miedo a que lo secuestren otra vez.


DENISSE – MILAGROS

UN ROBO A UN CASINO

Una noche en el Casino Las Vegas armaron una fiesta pero el dueño no se encontraba. Tres personas estaban bailando y eran prófugos de la cárcel y también estaba una mujer cómplice. Salieron del lugar a buscar las armas, entraron encapuchado imposible de reconocerles el rostro.
La cómplice fue a la casa del dueño, ellos eran novios; la mujer le sacó los datos y se lo dio a los tres prófugos.
En una hoja estaba la contraseña de la caja fuerte, uno de los prófugos atrapó a uno de los empleados de ordenanza y le preguntó dónde estaba la caja fuerte y ese mismo chico le dio todos los datos, porque lo habían amenazado de muerte.
El dueño del Casino descubrió que le robaron y llamó a la policía. La policía envió al detective. El investigador vio que estaba la caja fuerte abierta, habían dejado huellas digitales entonces el detective investigó sobre esa pista. Descubrió quién era y fue a buscarlo con policías, Empezaron un tiroteo. Murió un turista que se encontraba en la fiesta.
El detective y el dueño miraron las filmaciones de esa noche. El dueño descubrió que uno de los sospechosos era su novia y también estaban sus cómplices. De inmediato son arrestados y mandados a la cárcel
JESÚS - AYRTON – ENZO

EL ROBO EN BUENOS AIRES


Una noche tormentosa a la 01:00 de la mañana, hubo un robo en Buenos Aires en una joyería. El dueño era Carlos Sánchez Paz. La calle era 9 de Julio que quedaba a 4 cuadra de la Comisaría.


Lo vieron los vecinos entrar por la ventana, asustados fueron corriendo a la comisaría y dijeron que había un hombre robando. Unos policías fueron rápido para el lugar, y otros a buscar al dueño, le avisaron que estaban robando. Habían tirado todas las joyas y dijeron que se llevaron las joyas más caras.


El dueño llamó al detective Noli y a su ayudante Ávila y comenzaron a investigar.


El detective encontró en trozo de ropa, un documento de una persona, una cartera, un sombrero, un arma con un par de balas.


Se sospechaba de la empleada de la joyería y de Núñez, el amigo de Carlos Sánchez Paz.


Fueron a ver a Núñez mientras el dueño del negocio acomodaba las joyas. Cuando el detective llegó a la casa de Núñez no había nadie. La casa se encontraba sola.


Todas las pertenencias que se encontraron no eran de la empleada.


Pasaron  muchos días y Núñez cometió otro delito. Allí justo estaba el detective lo atrapó, devolvió las joyas robadas a la joyería de Sánchez Paz y lo llevaron preso.


ALAN

ROBO EN EL MUSEO DE FRANCIA

Un martes lluvioso a la noche hubo un robo en el museo de Francia. El sereno siente que le tapan la boca con un líquido y se desmaya, el culpable Ticiano entra por los techos del museo, prende una soga en el techo y baja, desactiva la alarma, las cámaras de seguridad y roba el cuadro de la Mona Lisa.
El sereno al despertar nota que la pintura valuada en 1 000 000 de dólares no está, de inmediato llamó al detective y a la policía, Ticiano al escuchar a la policía escapa rápidamente, se le cae su pañuelo con sus iniciales. La policía recorre el museo, el que encuentra el pañuelo es el detective Salgado. El sereno al salir encuentra las huellas del auto del culpable. El detective se confunde con las iniciales del pañuelo y arresta a Tadeo Espinosa que hacía un año que había salido de prisión.
El Director del Museo culpa al Personal de limpieza:
- ¡Yo no fui, usted me pidió que ordenara su escritorio – dijo el personal de limpieza!
- ¡Ah, si… claro lo había olvidado! Perdón, perdón…dijo el Director.
¡El Director al estar nervioso culpa al sereno!
¡El sereno muestra que él no fue porque estaba golpeado en la cabeza!
El Director piensa cinco minutos y dice:
- Ya se, fue Ticiano Echeverri porque hace cinco días atrás lo había despedido del trabajo porque no cumplía sus horarios y él se enfureció mucho.
El Director busca el domicilio del culpable y se lo entrega al Detective y a la policía
Al llegar a la casa de Ticiano, comienzan a buscar el cuadro y lo encuentran en el dormitorio, lo arrestan hasta el juicio final y recuperan el cuadro.
VALERIA – SOFÍA NÚÑEZ – CAMILA

ROBO DE UN CASINO


            Una noche, en un casino de Mar del plata: “Golden Jack” después del cierre del casino, hubo un robo premeditado, donde construyeron un túnel, cortaron la luz y bloquearon las cámaras de seguridad. Fue cometido por una sola persona dejando la caja fuerte abierta y vacía.
El dueño del casino, alertado por el robo cometido, llamó a los policía llegando de inmediato, al ver el robo que se había producido pidió ayuda al detective Juan Palacio y a su ayudante Ayrton Franchescoli. El dueño del Casino quería esclarecer el robo ocurrido.
Comenzaron las indagatorias a las personas que habían ido esa noche al Casino, el detective Palacio y su ayudante verificaron si había rastros de huellas digitales y buscaron alguna pista de los delincuentes.
Uno de los sospechosos era Nicolás Estrabeau que había perdido la escritura de su casa y debía mucho dinero a causa del juego.
La ex - esposa de Nicolás Estrabeau había declarado que su esposo no le estaba pasando el dinero correspondiente para sus hijos y que posiblemente le quitaran la casa.
Otro sospechoso era un amigo del dueño del casino, Roberto con el que había tenido problemas personales pero el día del robo el se encontraba en Tierra del Fuego con sus amigos.
Era también sospechoso el nuevo marido de la ex - esposa por tener muy mala relación familiar pero cuando lo fueron a interrogar verificaron que eél se encontraba en Paraguay de vacaciones
RICARDO – JOEL - BRAIAN

Una familia multimillonaria


Corría el año 1925, en una ciudad aburrida y fea donde existía un bosque solitario y alejado de todos.


Allí vivía una familia multimillonaria llamada de apellido Doartero. Ellos estaban ahí por miedo a que les roben.


El ayudante personal de Doartero, una persona malvada y cruel, en la entrada del bosque secuestró a las mellizas, hijas de Doartero.


El secuestrador le tenía bronca porque él lo había echado de su trabajo y quería vengarse.


Al otro día el secuestrador llamó con un teléfono antiguo y amenazó a Doartero, pidiéndole dinero por sus hijas.


El señor Doartero estaba tan preocupado que decidió llamar al detective Martínez, un señor gordo, serio, alto y muy ordenado en su trabajo, pero él no vino solo, trajo a su ayudante una chica flaca, petisa y buena llamada Lucrecia. Comenzaron a trabajar y fueron a la casa de unos vecinos, la familia Piazza. El detective le pidió algunas explicaciones y el señor Piazza le dijo:


- Ese día estuvimos viajando. Pero Lucrecia no les creyó y los llevaron detenidos.


El detective sospechó entonces del ayudante que Doartero había echado porque le tenía mucha bronca. Fue a buscarlo al bosque pero ya no estaba, se había ido a buscar trabajo pues Doartero no le había pagado la indemnización cuando fue echado ni le pagó el rescate de sus hijas.


Caminando, encontró trabajo en un circo haciendo el papel de payaso.


El detective y su ayudante lo encontraron y lo siguieron hasta su casa. Cuando estaba por entrar, el detective se le echó encima y lo obligaron a entrar. Mientras Lucrecia le apuntó con el arma, Martínez buscó y buscó hasta que encontró a las chicas en el sótano de la casa. Abrieron rápidamente la jaula donde estaban  y salieron muy asustadas. Enseguida las llevaron con su papá.


Mientras tanto al culpable lo llevaron preso y le dieron 6 años de cárcel.


La familia Piazza, como no había hecho nada, quedó libre.


Al final Doartero le dijo al detective:


- ¡Buen trabajo! Y le pagó muy bien por sus servicios.


FLORENCIA – MICAELA – ANDREA

EL SECUESTRO DE JULIETA

Un sábado a la tarde los padres de Julieta, el presidente y su señora, se estaban por ir de viaje. Ella les preguntó si podía ir con ellos:
        No, no, Julieta queremos ir solo, por favor hija te tendrás que quedarte sola tres días.

Julieta se enojó mucho con ellos entonces se fue llorando a su cuarto. Sus padres fueron a su cuarto a despedirse de ella pero no les respondió. Cuando sus padres partieron llamó a todos sus amigos.

A los veinte minutos vinieron sus amigos a buscarla y entonces salieron todos juntos para el boliche. Cuando entraron al lugar empezaron a bailar; un chico llamado Franco sacó a bailar a Julieta y bailaron toda la noche juntos.

La chica se fue sola a su casa, En la calle Rivadavia la atrapó un secuestrador, la cargó en su auto y la llevó hasta un galpón muy oscuro.

El secuestrador la sentó en una silla, le ató las manos, los pies, y le tapó la boca para que no gritara. La dejó sola una noche, al otro día los padres llamaban para ver como estaba y la atendió el mayordomo quien les dijo que Julieta no había llegado a la casa. Los padres se asustaron y comenzaron a llamar a los amigos de Julieta y todos le decían que ella se había ido sola a su casa. Los padres la llamaron al celular y entonces atendió el secuestrador y les dijo que él tenía secuestrada a su hija, que a cambio quería un millón de dólares, sino la mataba. También les dijo que no llamaran a la policía.

Los padres volvieron del viaje y contrataron a un detective que tenía un ayudante, éste era amigo del secuestrador. Cuando comenzaron a investigar el ayudante daba pistas falsas y culpaban al verdulero, al peluquero y al chico que bailó con ella.

El detective fue en busca de los sospechosos y los interrogó pero llegó a las conclusiones que ellos no tenían nada que ver.

También interrogó al chico del boliche que bailó con Julieta, él le dijo que solo bailó toda la noche, la quiso acompañar pero ella no quiso, que se despidieron en la puerta del boliche y ella se fue caminando sola: El se quedó hablando con unos amigos y vio pasar un auto muy rápido  para el lado que iba Julieta caminando. El detective tomó nota de todo lo que le dijo el chico y se dio cuenta de que el ayudante mentía y entonces decidió seguirlo.

Entonces encontró un auto con pertenencias y ropa de la secuestrada.

El ayudante, sin darse cuenta, fue al galpón donde estaba Julieta. Entonces el detective entró al galpón y pudo desatar a Julieta. El ayudante y el secuestrador estaban distraídos hablando para repartirse el dinero. Cuando el ayudante miro para donde estaba la chica, ella ya no estaba.

El secuestrador salió del galpón y corrió hasta alcanzar al detective y a la chica. En ese momento llegaron sus padres y la policía; arrestaron al ayudante y al secuestrador y encontraron a Julieta sana y salva.


AGUSTINA  - LUZ – LAUTARO

PROBLEMAS EN LA CANCHA


En un partido de fútbol en el que se jugaba la final Apertura 2010 Deportivo Cristal Vs. Sacachispa, surgió un hecho trascendente en el que el Chiqui Flores, jugador del Deportivo Cristal, metió un gol en contra a  través de un corner y Deportivo perdió la final.
El Representante del jugador estaba negociando con Sacachispa el pase del futbolista a ese equipo pero la presidenta Mercedes Salomone no sabía nada de las negociaciones. El barra brava Mostaza del Deportivo Cristal se enteró de la extorsión del Chiqui por dinero con Sacachispa en el que él tenía que meter un gol en contra, a cambio de $ 150 000 y se enfureció.
Esa noche Mostaza fue al boliche donde estaba Flores y lo esperó a la salida del lugar.
A la madrugada cuando el jugador subió a su auto lo sorprendieron dos ayudantes de Mostaza, lo metieron en el baúl del auto de secuestrador y lo llevaron a un descampado para que nadie los vea. Pararon el auto, lo mataron de dos puñaladas y lo tiraron en la zanja.
El detective Peralta con su ayudante Górgoni empezaron a actuar. Fue a la casa de Marga, la novia del futbolista  y ella le mostró las grabaciones de las amenazas del barra brava. Peralta fue a la casa del papá a preguntarle dónde estaba esa madrugada porque había tenido problemas personales con su hijo. El padre le dijo que estaba con unos amigos mirando películas. Pero le dijo que un barra brava estaba amenazando a su hijo.
Górgoni, el ayudante de Peralta, fue a la casa de Mostaza con una orden del juez de allanamiento y comenzó a revisar. Cuando llegó al garaje abrió la puerta del auto y encontró el arma blanca ensangrentada debajo del asiento. Después abrió el baúl y encontró manchas de sangre.
En ese momento lo detuvo y le colocó las esposas. Cuando le hicieron el juicio le dieron cadena perpetua. A pesar de que pasaron los años no se puede olvidar de esa muerte que lo llevó a la prisión.

LA ABEJA HARAGANA

(HORACIO QUIROGA)



Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
 —Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
—¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
 —No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
—¡No se entra! —le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
 —¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde aún.
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
 —¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
 —Así es —afirmó la abeja.—Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
 Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.


—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:—Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
 —Entonces, te como —exclamó la culebra.—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.


—¿Qué es eso?


—Desaparecer.
—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
—Sin salir de aquí.
—¿Y sin esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en la tierra.
—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
 Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.



LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS

(HORACIO QUIROGA)

Un día, las víboras decidieron dar un gran baile. Fueron invitados los sapos, las ranas, los flamencos, los pescados y los yacarés.

El baile se hizo a la orilla del río y los pescados miraban asomaditos a la arena, aplaudiendo con la cola, pues no tienen patas para bailar. Los yacarés fumaban cigarros paraguayos y se adornaron los cuellos con collares de bananas. Los sapos se pegaron escamas de pescado en el cuerpo y se movían como si nadaran. Las ranas se habían perfumado el cuerpo y caminaban en dos pies, llevando un farolito con una luciérnaga.

Las que estaban mejor vestidas, eran las víboras, con trajes de bailarinas haciendo juego con el color de cada víbora. Bailaban apoyadas en la punta de sus colas, mientras los invitados aplaudían como locos.

Los únicos que no estaban felices, eran los flamencos, que por ese tiempo tenían las patas blancas, porque no eran inteligentes y no habían sabido adornarse. Ellos envidiaban los trajes de los otros invitados, principalmente los de las víboras de coral, las más hermosas.

Un flamenco tuvo una idea. Colocarse medias rojas, blancas y negras, para que las víboras se enamorasen de ellos. Fueron hasta el almacén del pueblo para comprar las medias. Pero el almacenero no tenía. Entonces fueron a otro almacén y a otro, y en todas partes los tomaban por locos.

Un tatú que estaba tomando agua en el río, escuchó lo que ocurría y quiso burlarse de ellos y se acercó.
- Buenas noches, señores flamencos. No van a encontrar lo que buscan en un almacén. Tal vez en Buenos Aires, pero eso demora. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pueden pedírselas.

Los flamencos agradecidos se despidieron y fueron volando a la cueva de la lechuza.
- Buenas noches, lechuza. Venimos a pedirle medias rojas, blancas y negras, para el gran baile de las víboras.
- Con mucho gusto.- respondió la lechuza- Aguarden un momento.
La lechuza se alejó volando y retornó un rato después con las medias. En realidad, no eran medias, sino los cueros de víboras de coral, recién sacados de las víboras que había cazado.
- Aquí les traigo las medias. Disfrútenlas, pero no dejen de bailar nunca, porque entonces van a llorar.- dijo la lechuza.

Como los flamencos son tontos, no comprendieron a qué se refería la lechuza y se pusieron los cueros de víbora como si fueran medias. Así llegaron al baile.

Cuando llegaron al baile, todos estuvieron envidiosos. Las víboras quisieron bailar sólo con ellos. Como se movían constantemente, nadie podía ver de qué estaban hechas sus medias.
Pero las víboras comenzaron a sospechar. Comenzaron entonces a observar con intensidad aquellas medias, pero los flamencos no paraban de bailar.
Cuando las víboras se dieron cuenta que los flamencos estaban muy cansados y que deberían forzosamente parar, pidieron los farolitos a los sapos. Cuando los flamencos comenzaron a caer de cansancio, las víboras se acercaron a observar sus patas con los farolitos, pudiendo ver de qué estaban hechas las medias.

- ¡No son medias!- exclamaron- Nos han engañado. Mataron a nuestras hermanas y se pusieron sus cueros.
Los flamencos asustados quisieron huir, pero no pudieron debido al enorme cansancio que tenían. Entonces, las víboras de coral se abalanzaron sobre ellos, deshaciendo sus medias a mordiscones, mordiendo también sus patas para que murieran.

Los flamencos saltaban de un lado a otro por el dolor, pero sin poder quitarse de encima a las víboras. Hasta que finalmente los dejaron libres, para que murieran por el veneno que habían dejado en sus cuerpos.
Pero los flamencos corrieron a echarse en el agua, gritando de dolor. No murieron, pasaron días con el terrible ardor en las patas, que habían cambiado su color blanco, por un color sangre que venía del veneno que contenían.

Esto ocurrió hace muchísimo, pero los flamencos todavía deben tener las patas sumergidas en el agua por el intenso ardor. En ocasiones, deben arrollar una de sus patas, para aliviar el ardor.

EL PASO DEL YABEBIRÍ


(HORACIO QUIROGA)



         En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
         Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
         Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
         Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
         —¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
         Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:
          —¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
         —¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!
         —¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar!
         —¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!.
         Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
         Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.
         Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
         —¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
         En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.
         Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.
         El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
         —¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
         —¡No salimos! —respondieron las rayas.
         —¡Salgan!
         —¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
         —¡Él me ha herido a mí!
         —¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa!
         —¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
         —¡NI NUNCA! —respondieron las rayas.
         (Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.)
         —¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto.
         El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.
          Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
         —¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal!
         Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas...
         Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.
         El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.
         Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
         Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso.
         En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:
         —¡Rayas! ¡Quiero paso!
         —¡No hay paso! —respondieron las rayas.
         —¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra.
         —¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
         —¡Por última vez, paso!
         —¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
         La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:
         —¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.
         Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.
         —¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
         Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
         —¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
         Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto:
         —¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
         —¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
         Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
         A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
         Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía ir a comer al hombre.
         Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte.
         ¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
         —¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar!
         —¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
         —¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—. Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo.
         Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.
         El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
         —¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán...
         —¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
         —¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja—: El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los peces... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
         —¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
         —A ver, a ver... —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...
         Las rayas dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas.
         Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.
         Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:
         —¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
         Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
         No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
         Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
         Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.
         —¡Paso a los tigres!
         —¡No hay paso! —respondieron las rayas.
         —¡Paso, de nuevo!
         —¡No se pasa!
         —¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso!
         —¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
         Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
         —¡Paso pedimos!
         —¡NI NUNCA!
         Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.
         El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.
          Media hora duró esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.
         Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
         —No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!
         Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
         Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
         —¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las rayas.
         Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
         —¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
         —¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!
         El hombre herido exclamó entonces, contento:
         —¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!
         —¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va saltar, rugieron:
         —¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
         —¡Ni NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
         Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
         Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
         —¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
         Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas.
         Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
         El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester con la rapidez del rayo.
         Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
         —¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
         Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.
         Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contento.
         En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano le gustaba tender se en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.